En las puertas de la séptima Copa del Mundo, el rugby recobra protagonismo como un deporte de gran valor formativo para quienes lo practican y quienes lo siguen.
El 9 de septiembre se disputa en Nueva Zelanda el partido entre ese país y Tonga, que dará comienzo a la séptima edición del Mundial de Rugby. Un evento que representa el tercer acontecimiento en importancia en el mundo del deporte, luego de los Juegos Olímpicos y el Mundial de Fútbol. Pero más allá de las indiscutibles dimensiones de tamaño evento, es una buena oportunidad para reflexionar respecto del rol social que el juego de la pelota ovalada tiene –y ha tenido– a lo largo de su historia.
El rugby fue concebido desde sus inicios como un instrumento de cambio, como un elemento transformador de la realidad de quienes lo enseñan o practican. Es, esencialmente, un deporte formativo y ese valor constituye su elemento distintivo por excelencia. En 1823, logró producir una verdadera revolución educativa en una época caracterizada por el desapego a las reglas y la poca disciplina imperante. Hoy, casi 200 años después, el rugby continúa de parabienes. Un deporte practicado por más de tres millones de jugadores en 117 países, que encuentran en él un medio para formarse y educarse como personas, un instrumento para relacionarse y un vehículo para evolucionar como seres sociales.
En equipo y para todos
En esta Argentina de hoy tan propensa a despreciar el culto al esfuerzo y al trabajo duro, el rugby puede darnos una verdadera lección. Porque en este juego nada puede lograrse fácil ni por sí solo. El rugby implica necesariamente trabajar en equipo y dejar a un lado egoísmos e intereses individuales para ir en busca de un objetivo común. Algunos padres temerosos posiblemente hayan escuchado alguna vez que el rugby es un deporte violento. Si violencia es falta de educación y descontrol, esa frase deambula alejada de la realidad. Lo cierto es que el rugby es un deporte de contacto y, por ende, sería imposible jugarlo sin jugadores educados, respetuosos y que hagan alarde de un verdadero autocontrol. En estos tiempos de crispación y violencia a cada paso, el rugby nos ofrece un mensaje esperanzador. Aquí no hay alambrados ni zanjas perimetrales en las canchas, y durante el partido, conviven espectadores de ambos equipos en un marco de cordialidad y respeto mutuo.
El rugby, además, permite que sea desempeñado por una enorme masa de niños y jóvenes de toda índole. Los altos y los bajos, los delgados y los morrudos pueden no sólo practicarlo sino también tener algún suceso en este deporte.
Así, bajo esa atmósfera de inclusión y grandeza, cada uno podrá ser valioso y útil en el puesto que le corresponda.
Por otra parte, existe otro aspecto particular que lo hace también diferente porque después de una dura batalla, jugadores –ganadores y perdedores–, entrenadores, referís y algunos espectadores tienen la oportunidad de compartir el “tercer tiempo”: una suerte de agasajo que el equipo local brinda a sus ocasionales visitantes cualesquiera fueran los vaivenes del juego y el resultado del partido. Una rareza en tiempos de bravuconadas y egoísmos tan marcados.
Por último y parafraseando al recordado Carlos “Veco” Villegas, figura legendaria del rugby argentino, puedo asegurar que es el juego más equilibrado, más balanceado y más perfecto que existe para el hombre. ¿Se animan a comprobarlo?
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* El autor es entrenador del San Isidro Club y autor de varios libros sobre el rugby, todos de Editorial Dunken.
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